DAVID SCOGNAMIGLIO

PLUVIUM

Uno de los peores temporales registrados de la historia de Chile tuvo lugar en 1972. Mismo año en el que se iniciaron las obras, gracias al trabajo de miles de voluntarios, para construir un canal que captara agua de napas subterráneas e hiciera llegar riego a los asentamientos campesinos de Cabildo. Son datos del pasado y acontecimientos poco conocidos, como las tareas para redireccionar el caudal del río Mapocho, o los trabajos para urbanizar zonas anteriormente atravesadas por corrientes de agua, como las que serpenteaban por la actual calle Eleodoro Yáñez. Como el tajamar de madera que conectaba el final/principio de Eleodoro Yáñez con la otra ribera del río a principios del siglo XX. Como el obelisco de ladrillo que sirve de huella y de homenaje a aquella construcción perdida que sorteaba la corriente del río. Bajo este edificio –quizás, a varios metros de profundidad con respecto a la instalación de David Scognamiglio- hay aguas subterráneas que, en las frecuentes inundaciones santiaguinas, emergen a través del alcantarillado, e, incluso, resquebrajando el asfalto callejero y provocando grietas. Grietas que parecen cicatrices. Es una fuerza invisible, como la energía que provoca un ligero oleaje en la superficie líquida creada por el artista, un sistema mecánico que logra generar un efecto de “lluvia sin gotas”, y que nos confunde acerca del origen -y de la finalidad- de ese charco de interior. Llover viene del latín pluvere, palabra con raíz sánscrita plav/plu, que significa fluir. El uso, desuso, mal-uso y adaptación forzó su polisemia influido por las culturas eslavas, griegas y medievales, disfrazándose de verbos como navegar, flotar, inundar u olear. Desde la calle: una grieta en el asfalto, provocada por el tránsito rodado y los efectos del calor y la humedad. En los días de lluvia de la capital, que se concentran en los meses de abril y mayo, esa grieta se convierte en contenedor, en piscina clandestina, en un espejo para la luz, traduciendo en ondas el movimiento de la calle, el tráfico, los viandantes, y los sismos. El charco parece tener vida propia: la grieta se adapta al agua y el agua a la grieta. Tomando como punto de inicio de recorrido esta grieta, amplificada y fetichizada en el pendón situado frente al Instituto, mirando hacia la puerta del mismo, se puede intuir un rayo de luz al fondo. Podemos seguir esa invitación. O permanecer en la calle Triana e indagar acerca del origen etimológico de la palabra que nombra a esta intersección. El nacimiento de la palabra Triana parte de tres posibilidades: una, en honor a Trajano, emperador de Roma de origen hispánico. Y dos, por cuestiones geográficas, en primer lugar puesto que la zona en la que se instaló una población en época romana coincidía con la división del río Guadalquivir en tres (tri: tres del romano, más ana: río en celtíbero), y en segundo lugar por una deformación del vocablo árabe “atrayana”, más allá del río.

Salus per aquam

Trajano, el emperador nacido en Itálica (cerca de la actual Sevilla), destacó por la cantidad y la calidad de sus construcciones ligadas a cauces marinos o fluviales. El Acueducto Aqua Traiana, la ampliación de la Cloaca Máxima, el Puente y el Puerto de Trajano, las Termas de Trajano (en las que estaba la natatio, la piscina más grande del imperio romano), el Canal de trajano, que conectaba el Mediterráneo con la mar Eritrea, y otros puentes como los de Alcántara, de Salamanca, o de Bibey. Una de las ramificaciones de la instalación lumínica de Scognamiglio se dirige a una estructura ovalada decorada con un bajorrelieve: la concavidad de una concha. Una ornamentación que proviene de Época Romana, y que se usaba en construcciones relacionadas con lo acuático: puentes, fuentes, puertos, canales, acueductos y termas. De Triana era Rodrigo, aquel marinero que avistó tierra desde la carabela Pinta, uniendo dos continentes, dos mundos, hasta entonces divididos por un gran charco de agua. Ese es el origen, las derivaciones y las desviaciones que se plantean con estas coordenadas que se cruzan en el barrio de Providencia. En esta calle se construyó, a principios del siglo XX, el Conjunto Patrimonial declarado Zona Típica o Pintoresca en el año 1997. Inmuebles que fueron proyectados con la idea de unir naturaleza y ciudad, siguiendo el modelo de pueblos pre-industriales franceses y en el ejemplo de ciudad jardín inglesa ideado por Ebenezer Howard.

Aleph

“Cambiará el universo pero yo no.”

El Aleph, José Luis Borges

Nos adentraremos en una dimensión de dimensiones, en la que la luz suspendida imita la forma de la grieta, y su reflejo se naturaliza sobre el agua a causa de la arbitrariedad de los elementos. La geometría se deforma y adapta un cuerpo maleable, vibrante, tembloroso. Todo empieza en el Aleph, la primera palabra del alfabeto. Con una primera mirada, con un primer nombramiento, con la primera palabra, el primer sonido. A partir de entonces todo son reflejos. ¿Se puede recrear entonces la naturaleza? ¿Crear? O simplemente re-descubrir, intentando volver a ver el mundo de forma simple, y en sus formas simples. El aleph del cuento de Borges está en el sótano de una casa vieja, y es el “punto que contiene todos los puntos del universo". Una circunferencia transparente como una gota de agua de rocío, que contiene todo lo que la rodea en su diminuta convexidad. El aleph como aquel lugar imaginario, que, pese a la oscuridad circundante, nos ilumina. En Pluvium fluyen dos corrientes; se recrea la naturaleza, se refleja lo artificial, el afuera entra en el dentro y el dentro sale al afuera. Pluvium es un Aleph, una gota que encierra el universo, una réplica líquida, una luz que guía y hacía un lugar escondido, pero iluminado. Una simple grieta como cruce de infinitos caminos.

Juan José Santos, curador de Pluvium